25 de Mayo de 2021, el día que todos fuimos médicos
Escribe: David Rey
Ese 25 Mayo (día patrio en Argentina) no iba a ser como los anteriores, esta vez teníamos la oportunidad (y la obligación) de hacer algo. Tras un año de una ridícula cuarentena en torno a la indemostrable pandemia del supuesto Sars-Cov-2, el horizonte cada día se tornaba más sombrío. La -por los medios- aclamada “vacuna” hacía medio año que se inoculaba indiscriminadamente (al tiempo de que ya daban de qué hablar sus variados efectos adversos) y, a pesar de esto, el gobierno insistía con más restricciones que no solo insultaban el sentido común de los argentinos, sino que además jaqueaba gravemente la economía y el trabajo de muchos “no esenciales”.
Y Rosario iba a ser el epicentro de ese grito ahogado que palpitaba en todo el mundo. Iban a venir a darnos una charla, a proponer un debate médico, nada menos que el doctor Mariano Arriaga, la doctora Chinda Brandolino, el doctor Mariano Martínez, el doctor José Luis Gettor, la doctora Matelda Lisdero y otros tantos profesionales más cuya voz, hasta entonces y sin ninguna válida explicación, era sistemáticamente silenciada en todos los medios masivos de comunicación. Además, era mi oportunidad, como periodista, de recoger el testimonio de todas estas personas que, con criterio médico, rechazaban una tras otra las tan absurdas como prepotentes disposiciones del gobierno respecto de cómo “cuidarnos” del endiablado “coronavirus”. Tenía para hacerme un pic-nic, ¡y nada menos que en mi ciudad, en el Monumento Nacional a la Bandera y un 25 de Mayo!
Pero resulta que acá el gobernador Omar Perotti, un pantriste de la escena política provincial con menos convicción que una roca errando en el espacio, junto con el intendente Pablo Javkin, el más sonrientemente inútil de todos los intendentes que tuvo Rosario en toda su historia -algo que ni él mismo podría discutir-, habían “decretado” que las reuniones estaban “prohibidas”. Dos pobres imbéciles que, por acción u omisión, son el hazmerreír de los narcotraficantes que deciden la vida de la provincia (peor aún que sus antecesores socialistas), ahora pretendían decidir sobre la vida de la gente como si fueran consagrados epidemiólogos en el mismísimo salón de la justicia. Qué fantochada. ¿Quién podría tomar por cierto que dos disminuidos así -en todo sentido- irían a prohibir tal o cual cosa?
La pusieron como ejecutora del absurdo total (impedir que los médicos hablen) a la flamante jefa de la Policía de Santa Fe, la señora Emilce Chimenti, un ser asexuado cuya grotesca gestualidad nos remite a una etapa previa y enternecedora del ser humano, para que REPRIMA a “los manifestantes”. Y la tipa, claro, no se las anduvo con vueltas, por más que con ello sacrificara el buen concepto que no poca gente conservara respecto de su apellido. Dos imbéciles y un primate se pusieron de acuerdo para que el debate médico no tuviera lugar.
Yo salí de casa algo nervioso, sabía que algo raro me esperaba, más allá de que iba para registrar lo que los médicos tenían para decir. Al fin iba a poder conocerlos, y que me aclaren las dudas que yo mismo tenía en torno a todo este absurdo, y en torno a ellos también… A ver si eran tan valientes como parecían. Pero recuerdo que esas veinte cuadras las caminé nervioso, preocupado, angustiado… No podía concentrarme en mi trabajo. Compré algo para tomar en un quiosco, fumé otro cigarrillo, el Monumento a la Bandera, a cada paso, más cerca. Y ahí estaban, los boludos azules de Chimenti; nos estaban esperando como si se tratara de una invasión alienígena…
El primer policía con el que tuve contacto fue un pibe bueno. Me pidió que “circulara”, que no estuviera quieto, en grupo. El Monumento, sin embargo, ese día se veía más lindo que nunca… Cielo azul, sol radiante: un 25 de Mayo para llorar de emoción. Otro policía, quizá del mismo linaje antropológico que la jefa, me dijo: “Ponete el barbijo”. Ahí me di cuenta que ni me había percatado de llevarme uno, aunque sea arrugado y lleno de migas dentro de un bolsillo. Y ahí lo vi, a lo lejos, a mi futuro gran amigo, Marcelo, que se venía al ruedo enarbolando una maravillosa bandera argentina. “Este está más loco que yo”, pensé, y el loco enfrentó las cámaras de los periodistas con un estoicismo envidiable. A los gritos, con el alma.
Todos estábamos cansados de tanta paranoia… y no nos quedaba más que hablarles en el mismo lenguaje, a estas basuras pagas. Recuerdo, al pie del Monumento, cierta expectación que sentí cuando divisé en la creciente multitud a varios médicos “famosos”, y recuerdo que, de pronto, la cosa se empezó a caldear de tal modo que la policía comenzó a llevarse gente… Cuando, a un metro de mí, la “cana” apresó a una persona, no pude con mi genio. Me acerqué y les dije: “Dejalo, boludo… cómo vas a meter preso a un laburante”. El caso es que terminé con las manos cruzadas en la espalda yo también, y con otro australopiteco pidiéndome que me ponga el barbijo. Cansado por la insistencia, le grité: “¡No tengo esa mierda!”.
¿Por qué tanta violencia?
El policía, en la profunda mediocridad de su alma, ve fantasmas y, entonces, actúa por impulsos. Sabía, pues, que tenía consenso, esta vez tenía consenso ya sea tanto de los medios como de la ciudadanía, quienes en lugar de cuestionar o condenar su accionar lo alentaban y lo propiciaban. De ahí que resultó en vano hablarles de la Constitución, de la absurdidad del “decreto” (que la abolía) y de que el “punto final y la obediencia debida” ya no tenían lugar en nuestros días. La justicia y la prensa que toda la vida machacaron con el asunto del “gatillo fácil” o los “apremios ilegales” para entorpecer el trabajo policial y humillar al policía, ahora avalaba y aplaudía la ilegítima conducta de la fuerza… pero contra la gente común.
Un embarbijado periodista diría, más tarde, respecto del secuestro del doctor Mariano Arriaga, “que el policía le respondió bien al decirle ‘no importa lo que crea, no importa lo que piensa’” para, seguidamente, afirmar que “nosotros dimos fe” del buen desempeño de las fuerzas en el Monumento, es decir, que solo llevaron detenidos a quienes los “agredía de forma deliberada”, algo que oscila entre la mentira total y la hijaputez más descabellada. El resto de los medios, al unísono, seguía insistiendo con que éramos “una marcha” de “negacionistas”, de “antivacunas”, de “anticuarentenas”, acaso una cofradía de terroristas a los que estaba bien odiarlos, detenerlos, humillarlos del modo que sea, sin importar que con ello se vulneren las tantas veces cacareadas garantías constitucionales.
Solo un canal de televisión registró, en una placa, que también había “periodistas detenidos”, cuando en realidad el único periodista demorado había sido yo. ¿Se piensan que alguien de algún medio “importante” me llamó alguna vez para que yo les brinde mi testimonio o mis motivaciones de ese día? A la velocidad de la luz se había viralizado ya un video mío que realicé dentro de la camioneta de la policía que nos transportaba a Jefatura, pero ningún periodista se comunicó conmigo ni siquiera mediante un mensaje de WhatsApp.
Por si fuera poco, también hubo un sacerdote que fue preso ese día, y que la misma Iglesia le envió un abogado al mismo lugar donde estábamos detenidos. ¿Acaso alguien sabe que la Iglesia haya emitido algún comunicado o una queja, aunque sea en Twitter, para repudiar semejante atropello, semejante locura? Igual cobardía institucional podemos endilgarle a la casta política toda que, habiendo sido ese día apresado -golpeado y torturado- el concejal de Las Breñas Juan Domingo Schahovskoy, ¡ningún partido, ninguna entidad gubernamental dijo absolutamente nada! Todos, absolutamente todos avalaron el accionar policial inconstitucional de aquel 25 de Mayo.
¿Qué decir de los médicos, entonces, de los “héroes” de la pandemia que, en lugar de servirse de estos hechos para repensar todo lo que estábamos viviendo… callaron odiosamente mientras sus colegas -que solo pedían ser escuchados- eran reprimidos como barrabravas? ¿Tan difícil es pedirle a un “profesional” médico que se dé a la tarea de conocer las razones de su colega médico? Iguales preguntas podríamos hacerle a la legión de abogados que inunda este país, ¿no?
Todos callaron… y todos disfrazaron la realidad del modo que les convino y les conviene. Periodistas, políticos, médicos… Todos hicieron lo propio para generar ese espurio consenso que llevó a los policías a cometer la locura de privar de la libertad a personas comunes, a médicos que solamente iban a dar una charla. Todos a favor de un decreto que contrariaba a la misma Constitución, todos de acuerdo con que el policía obedeciera a sus superiores como un autómata o un robot.
Meses después, cuando la borrachera “inyectadora” retiró el arma a aquellos policías santafesinos que no estaban inoculados, tuve la oportunidad de consultarle respecto de este nuevo atropello a un allegado de la fuerza. Me dijo: “Yo ya estoy vacunado, así que me chupa un huevo”. Hete aquí, pues, cómo se replica felizmente el círculo vicioso de “dos imbéciles y un primate” que ilustra y explica con lujo de detalles la realidad de lo que nos toca vivir y de por qué estamos como estamos.
Tapar el sol con un dedo
A casi tres años de comenzada la circense cuarentena y de dos de iniciadas las intempestivas inoculaciones, cada día está más claro que todo ha sido un completo engaño. Agotada ya la cuestión «covid» (porque ya prácticamente nadie puede creerse que un simple resfrío genere tanto estrago), ahora los medios empiezan a machacar con la «viruela del mono» como de la «hepatitis de origen desconocido», dos afecciones que no solo se dan en el marco de los muy variados efectos adversos de las inyecciones sino que, por si fuera poco, en los prospectos de las mismas están claramente advertidos.
Los médicos que, entonces, cuestionaron el supuesto origen vírico de la indemostrable pandemia y que, por tanto, pretendían advertir a la población respecto de inocularse con un experimento cuyo compuesto es un misterio hasta el día de hoy siguen siendo callados y hostigados por los medios masivos de comunicación. Podríamos, pues, ponderar la valentía de estos profesionales… pero, siendo justos, también deberíamos hacer lo propio con aquellos otros médicos que callan ante tamaña atrocidad, puesto que, insalvabablemente, serán los que tengan que rendir cuentas el día que haya que buscar a los responsables de este inobjetable genocidio. ¡Estos sí que son valientes!
Gracias a toda esta lucha, muchos ciudadados en todo el mundo hemos debido re-aprender muchas cosas. Si antes desconfiábamos de la vacuna del «covid», pues ahora desconfiamos de todas; si antes creíamos en los «virus», ahora también creemos en ellos, pero como un complemento de siempre de nuestra propia naturaleza humana. Si antes mirábamos a los doctores como seres superiores en los que depositábamos toda nuestra confianza, ahora los vemos como a semejantes… y nos damos a la tarea de buscar uno mejor cuando descubrimos que estamos ante otro empleadito de una farmacéutica. Si antes aceptábamos la noción del mundo que la televisión vomitaba, ahora hemos apagado el televisor y descubierto que la vida no es otra que lo que aprendemos con nuestros propios ojos.
De manera insoslayable, podemos dar cuenta de que somos los hacedores de una nueva gran nación de hermanos cuyos códigos y valores trascienden fronteras, distancias e idiomas. Si, acaso, alguien se ha sentido frustrado porque, a pesar de tanto esfuerzo, la gente sigue sin entender… pues que no se desanime porque ahora tiene una responsabilidad mayor aún: la de ser el sostén, donde sea que esté, de ese poderosísimo vínculo que él mismo ha generado con su amor a la libertad y su apego a la verdad.
Es que si fuimos ahí, no fuimos por nosotros solamente. Fuimos también por aquél que en cualquier lugar del mundo esperaba esa señal nuestra, y todos teníamos la obligación de darla. ¡Y vaya que la dimos! Los imbéciles y los primates que quisieron callarnos no hicieron más ayudarnos a amplificar ese grito sagrado que recorrió el mundo en cuestión de segundos, nos hicieron el favor de llegar al instante a nuestros hermanos de México, Estados Unidos, España, Italia…
Uno más uno es dos, acá y en la China… y lo cierto es que cuando alguien quiere callar a otra persona es por dos únicas razones: o porque está contando chistes en un velorio o porque eso mismo que se está contando tiene la capacidad de demostrar el crimen… que está cometiendo el criminal.